Las criaturas salvajes

Hace algunos miles de años, los seres humanos temblaban de miedo por las noches en el fondo de sus cuevas. Sentían en la oscuridad los susurros de bestias feroces que les acechaban para devorarlos. Desde entonces no escatimaron ningún medio para acabar con esos monstruos devoradores: piedras, palos, flechas, lanzas, cuchillos, trampas, venenos... Después de tanto tiempo, la batalla está más que ganada. El ser humano es el dueño del planeta, y todos los animales, grandes o pequeños, huyen de su presencia. Las bestias son ahora ganado, criaturas mansas y pacíficas. Los animales grandes desaparecen, aunque sean inofensivos; ocupan demasiado sitio. El futuro es de los animales pequeños, parásitos, carroñeros, oportunistas. Es un mundo a escala humana.
Pero en los rincones aún no alcanzados por esta cultura domesticada, más allá de las últimas fronteras, aún existen las criaturas salvajes. Aún se ven sus ojos brillando en la oscuridad, mirando desde lejos las luces de los hombres. Se escuchan sus rugidos a través de las montañas y los bosques. Y desde este lado, los seres humanos siguen persiguiéndoles, acorralándoles, exigiendo su destrucción para que nada vuelva a perturbar su sueño. Para qué negarlo, esas criaturas tienen los días contados. No puede haber tregua en esta batalla, no hay reconciliación posible entre lo civilizado y lo salvaje, son opuestos, incompatibles. Lo salvaje desaparecerá, pero cuando lo pienso, dentro de mí se revuelve algún antepasado con garras y dientes, que me hace desear no haber evolucionado hasta esta criatura blanda que ahora soy.
Las criaturas salvajes no se quedan en el fondo de sus agujeros, satisfechas de tener la barriga llena, sino que se lanzan a una carrera por los caminos de la noche. No les importa que les parta un rayo ahora mismo; brillarán como chispas encendidas y se extinguirán dejando un rayo de gloria. Las criaturas salvajes no sacrifican el día de hoy para poder vivir el día de mañana, no se dejan pisotear a cambio de otro soplo de aire. No, su única riqueza es el rayo de sol que toca sus cabezas en este mismo momento, y si la vida les trata mal, se revuelven y la muerden. Ellos no quieren noches tranquilas, ellos salen a buscar por los rincones y las rendijas algo que intuyen, que necesitan, sin darse nunca por satisfechos.
Está bien, está bien. Que los mansos dominen el mundo, preocupados tan sólo por sus estómagos. Si el futuro es de ellos, que se lo queden. Que se queden con su seguridad y su sosiego. Yo morderé mientras pueda, y nunca conseguirán domesticarme.

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