Cristianos nuevos

La limpieza étnica y religiosa ocurrida en España a partir de 1492 tuvo consecuencias trágicas durante siglos. Trajo la Inquisición, para perseguir a los judíos que supuestamente aún practicaban su religión, el acoso constante a sus descendientes, las sospechas de "impureza de sangre", la exigencia de linajes limpios, la discriminación de quienes no los tenían o no podían pagárselos...
Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del trágico destino de los sefarditas que tuvieron que dejar su país, pero ¿y la tragedia de los que se quedaron? Ocultando su mancha, falsificando documentos, intentando comprar su honra a cualquier precio. Convertidos en apariencia o en verdad, poco importaba. Pero sus descendientes, aquellos que fueron bautizados al nacer, que no heredaron la religión sino que entraron de nuevas en ella... son los que empezaron a preguntarse qué significaba ser cristiano, y qué tenía que ver el cristianismo con las instituciones que lo representaban.
Teresa de Cepeda y Ahumada, que más tarde sería conocida como Teresa de Ávila o Santa Teresa de Jesús, también ocultaba esa "mancha", y su vocación era sincera. Pero, ¿de qué le servía entrar en un convento? Allí las monjas no sabían latín, porque nadie se lo había enseñado. ¡Recitaban sus oraciones sin entenderlas! La Iglesia prohibía traducir la Biblia, incluso escribir comentarios sobre ella. Lo único que tenían las monjas, y el resto de los cristianos iletrados, para acercarse a la Palabra de Dios, eran las homilías de la misa o los consejos del confesor. Las monjas ricas, que habían aportado una buena dote, tenía habitación propia, criadas, ¡esclavas!, y comían aparte. Las monjas pobres pasaban hambre. El convento era un aparcamiento de hijas no casaderas.
Pero algo se movía entre esos descendientes de conversos. Beatas, iluminados, frailes y monjas que buscaban una experiencia directa de Dios, que lo sentían en su interior, como la "voz" de Teresa. Sabían que en su origen los monasterios habían sido otra cosa, aquello que deseaban: silencio, pobreza, oración meditada. Por ello Teresa inició su reforma del Carmelo, y recorrió los caminos, solicitada desde todos los rincones, fundando nuevos conventos, también masculinos. En ellos no se pedía limpieza de sangre para entrar (¡a eso habíamos llegado!), ni dote, sino auténtica vocación. A veces agasajada por los poderosos, a veces perseguida y maltratada: porque defendía que la oración ritual no vale, sino la del corazón, porque era una mujer y se atrevió a decir que Dios le hablaba, y a escribirlo (aunque siempre con el permiso de los confesores, lo contrario habría sido suicida). Fue perseguida por el Santo Oficio, y debió faltar poco para que la quemaran por hereje. Pero la hicieron santa. Quizá porque nadie podía negar la inspiración de sus escritos, aquellos que a punto estuvieron de ser destruidos. Debieron pensar, y alguien lo dijo, que tales palabras debían por fuerza proceder de Dios, porque era evidente que una mujer por sí sola no pudo idearlas. Pero tras su muerte fueron destruyendo lo que había creado, la libertad y la independencia de sus monjas.
Qué patético escenario, el de las órdenes religiosas conspirando unas contra otras. Qué irónico que en ese país supuestamente católico, los únicos cristianos verdaderos fueran los "nuevos", y tuvieran que emprender una lucha titánica para poder realizar su amor a Dios.
-Teresa de Ávila, biografía de una escritora, de Rosa Rossi. Icaria. Totum Revolutum, nº 23, 1984.

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