Algunas lecciones que he aprendido sobre el Islam

Tengo la costumbre de no hablar de lo que no sé, razón por la cual mi participación en las redes sociales es tan limitada. Los blogs, que son lo más parecido a una revista auto-editada, se pasan de moda, y lo que ahora se lleva son las opiniones de dos líneas en el face o el tuit; no sirvo para eso. Hace poco leí el argumento de alguien que opinaba que la razón por la que existe terrorismo islámico es porque el islam es una religión violenta, ya que su fundador la empezó a sangre y fuego con una espada en la mano, a diferencia del fundador del cristianismo, que era pacifista y predicó el amor. Lo primero que pensé es que esa persona había confundido a Mahoma con el Cid Campeador, pero me callé, porque no sabía suficiente sobre el tema. Para remediarlo hay un sistema infalible: leer libros.

Uno muy recomendable y recomendado: Mahoma, biografía del profeta, de Karen Armstrong. Su primer capítulo, “Mahoma, el enemigo”, es un repaso de la forma en que occidente ha tratado la figura, principalmente como impostor y conspirador. También de la ignorancia absoluta con que se ha visto todo lo relacionado con el islam, con argumentos calcados de los que ofrecía aquel comentario de internet, que no era nada, nada original. El emperador bizantino Manuel II Paleólogo (s. XIV-XV) dijo dirigiéndose a un sabio persa: “Muéstrame también aquello que Muhammad ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba”. Los prejuicios son antiguos y arraigados. Me lo estoy encontrando muchas veces: no hay solución para el islam, no se puede reformar o reinterpretar, porque es intrínsecamente malo. Bueno, aquí vengo yo a predicar en el desierto otra vez, otra vez a nadar contracorriente.

El primer error del más puro etnocentrismo es comparar a Mahoma con Jesús, como si ése fuera el modelo de fundador religioso, por el que deben medirse todos los demás, ignorando la abismal diferencia de sociedad en que cada uno vivió. Jesús estaba integrado dentro de la tradición religiosa judía, de la que incluso su visión crítica formaba parte; y el cristianismo se extendió por el mundo ordenado del Imperio Romano, un mundo próspero, pacífico y bien comunicado, sin el cual jamás hubiera existido.

Nada que ver con la tierra de nadie que era el desierto de Arabia, sin orden ni gobierno, habitada por tribus en permanente conflicto. Según Armstrong, ese mundo estaba además en crisis: los antiguos beduinos se habían convertido en prósperos mercaderes en ciudades como la Meca; la antigua moral tribal, basada en la igualdad, el acogimiento y el honor, estaba desapareciendo ante el poder que daba la riqueza, sin ser sustituida por una moral nueva; los pobres y los desamparados aumentaban, sin que tuvieran dónde acogerse. Nadie combatía la injusticia. Muchos árabes estaban decepcionados del antiguo politeísmo, y se pasaban a un monoteísmo difuso, influidos por los ecos que les llegaban del cristianismo y del judaísmo. Algunas tribus árabes se hicieron judías, pero seguían siendo como los parientes pobres de los verdaderos judíos. Los árabes se encontraban entre dos grandes imperios, el bizantino cristiano y el persa zoroástrico. Si se hubieran convertido a cualquiera de estas religiones, no hubieran sido más que peones en el juego estratégico de los dos imperios. Lo que necesitaban era una revelación propia.

El Mahoma que empezó a predicar en la Meca sí que se puede comparar con Jesús, en el sentido de que era un pobre personaje al que los poderes no hacían mucho caso, aunque les incomodaba. Pero si lo hubieran matado entonces, como estuvo a punto de suceder, su predicación no hubiera podido arraigar, porque lo que proponía no tenía precedentes en su cultura; suponía una ruptura tan radical con todo lo que los árabes habían conocido hasta entonces, que hicieron falta muchos años y mucho trabajo para que el mensaje fuera realmente popular. No sólo se trataba de cambiar de Dios, sino de crear una sociedad nueva no basada en lazos de sangre, y donde la justicia remitiera a una autoridad más allá de lo humano, en lugar de estar del lado del más fuerte. Así se fue desarrollando la tribu única de los musulmanes, que efectivamente tuvo que usar la espada para no ser aniquilada, como estuvo a punto de pasar muchas veces cuando eran un pequeño grupo de marginados. Mahoma fue violento en la manera usual de aquella sociedad, pero en cambio rompió el ciclo de venganzas que tenía aquella tierra ensangrentada permanentemente, dando muestras de una clemencia que escandalizaba a sus propios coetáneos. Perdonar al enemigo; no atacar jamás a mujeres, niños, ancianos o enfermos; no atacar a los pacíficos; aceptar siempre la paz cuando era ofrecida. Fue un auténtico creador de paz, como muestra la toma de la Meca sin necesidad de armas. Pero Mahoma, a diferencia de Jesús, fue también un gobernante, lo cual significó a veces tomar decisiones políticas duras e incluso crueles.

Otro detalle importante es que Mahoma tampoco intentaba crear una nueva religión. Sólo recuperaba el culto básico al único Dios que practicaban ya los judíos y los cristianos. En contra de ellos tiene que los judíos se habían apropiado de Dios como si fuera sólo suyo, y que los cristianos, deslumbrados por los prodigios de Jesús, lo había deificado. Por eso Mahoma no es recordado como hacedor de milagros, para que sus discípulos no olviden que es humano como ellos. Cuando sus seguidores recibieron la noticia de su muerte y se negaban a aceptarla creyendo que debía ser inmortal, Abu Bakr les dijo: “Oh hombres, si alguien adora a Mahoma, Mahoma estará muerto. Si alguien adora a Dios, Dios está vivo, es inmortal”. Sin embargo, igual que los prodigios de Jesús son una construcción de sus seguidores, a Mahoma se le atribuyeron prodigios no menos espectaculares, según narra Abdelmumin Aya en El secreto de Muhammad, siguiendo la creencia de que un ser excepcional debía hacer cosas excepcionales. Ambos fueron personas de un inmenso carisma, con una sensibilidad extrema, una relación intensa con toda la creación y una capacidad de captar lo que otros no comprendían (eso es un profeta, lo que en otras tradiciones se llama chamán), lo cual provocaba que aquellos que los conocieron los amaran y los siguieran; sin duda muchos se sintieron conmovidos, sanados, salvados. Pero en cambio, en el islam esta faceta de su fundador se ha soslayado, ante el temor de llegar a convertirlo en ídolo, y hacer del islam un cristianismo de segunda. Ya he comentado las razones políticas por las que los árabes no se hicieron cristianos, pero además, el politeísmo sólo se podía abolir con un monoteísmo estricto, y las ambigüedades de la Trinidad no hubieran ayudado. Por lo demás, la conciencia de pertenecer a una misma familia une a los musulmanes con cristianos y judíos.

Otra de las comparaciones etnocéntricas que se hacen es la del Corán con la Biblia, principalmente para decir que el primero es insulso y poco edificante. Difícilmente se puede hacer una comparación más desigual: la Biblia, como su nombre indica, no es un libro sino muchos, una extensa biblioteca de libros escritos a lo largo de muchos siglos, con diferentes autores, estilos y mensajes; lo peculiar del Corán, revelado en un tiempo concreto a una sola persona, es que más que una obra cerrada es una comunicación, la que tuvo Mahoma con Dios a lo largo de su vida. Los mensajes a menudo tenían que ver con lo que estaba pasando y con asuntos concretos, aunque en ningún caso sean triviales. Por eso hay repeticiones, rectificaciones, e incluso contradicciones sobre el mismo tema. Cuando años después los musulmanes recopilaron las revelaciones conservadas en la cultura oral, se encontraron con un texto al que tenían que dar sentido. Como todos los libros sagrados, el Corán se ha de interpretar. Como en el islam nunca ha habido una autoridad religiosa central, durante siglos las interpretaciones han sido centenares. Eso no es malo porque encarna la palabra en cada creyente y vivifica la religión. Se ha discutido el orden revelación de las aleyas para decidir si unas anulaban a las otras, se han intentado armonizar las contradicciones. Es muy importante el comentario histórico, porque saber qué pasaba cuando una aleya fue revelada ayuda a entender a qué se refiere, y qué enseñanza se extrae de ella. Pero no existe una auténtica teología, en el sentido de dogmas irrefutables, porque cada creyente tiene derecho a su opinión. Es cuando las opiniones se fosilizan, cuando unos deciden que poseen la verdad y la quieren imponer a los otros, cuando la religión muere para dar paso al integrismo.

Hay quien piensa que interpretar supone leer “blanco” donde pone “negro”, que el texto dice lo que dice y no se puede disimular. Eso es caer en la trampa del literalismo, como dice Juan José Tamayo en otro libro que he leído: Islam: cultura, religión y política, o sea, leer el Corán “como si ser musulmán significara vivir al modo de un árabe del siglo X, sometido a los abbasíes y sus leyes. En otras palabras, la perversión radica en identificar la fe islámica con la forma cultural de una época ya superada”. No, un texto jamás dice una sola cosa. Dice tantas que, por eso, cualquiera puede leer lo que le parece, y creer que el texto le obliga a vestir de amarillo o le prohíbe usar gafas o lo que sea. Pero interpretar un texto sagrado implica algo llamado inspiración (¿divina?). Tras el texto hay un mensaje con coherencia, un mensaje vivo; lo cual implica que ese texto es como una semilla, que hace crecer algo en el corazón de la gente. Entiendo que leer un texto como si se recibiera una semilla en el corazón no es algo que se lleve mucho hoy en día. Quizá ése es el problema.

El libro de Karen Armstrong acaba con la muerte de su biografiado, pero da una pista de lo que pasó después. Mahoma quería unificar a los árabes, pero es poco probable que pensara crear un imperio. Sin embargo, lo que había puesto en marcha debía tener consecuencias. Los pueblos vecinos habían ignorado a los árabes, pero al verlos como una potencia comenzó el enfrentamiento. Además, la tradición batalladora de las tribus no se podía borrar de un plumazo: ahora que ya no se enfrentaban entre ellas, se dirigieron a nuevos enemigos. Y se puede decir que a su alrededor, los territorios gobernados por poderes en decadencia estaban maduros para ser cogidos: Persia, el mundo grecolatino, el norte de África... Pero la idea de las hordas musulmanas imponiendo el islam a sangre y fuego es otro prejuicio: esto ya se trataba de conquista política, de poder. Todo el mundo quiere subirse al carro ganador y sin duda eso inspiró la mayoría de conversiones. Pero por otra parte, la conversión forzosa es contraria al islam, y menos para otros monoteístas. La historia de los imperios islámicos también es la historia de muchas traiciones al espíritu del islam, con su corrupción y su opulencia. También es la historia de su enriquecimiento: a través de Persia llegó la belleza de oriente y su espiritualidad, del mundo helenístico su filosofía, del Imperio Romano las leyes y la administración. No se puede ni medir cómo la amalgama de todo ello ha influido en la historia.

La autora da una pista de por qué la revelación de los árabes se convirtió en una religión mundial. Solemos tener muy claro lo que engloba el término “religión”, y por eso no entendemos que los musulmanes no reduzcan sus creencias al ámbito personal y espiritual. El componente social del islam sobrepasa el de otras religiones. Es sobre todo un impulso para crear una sociedad más justa. No hay verdadera fe sin reforma social, sin la abolición de las desigualdades, sin la fraternidad de los creyentes. Por eso el islam se confunde fácilmente con la política, pero en esto choca con la dura realidad de que las leyes no se cumplen por cuestión de fe. Por eso una sociedad secularizada es tan difícil de combinar con el islam. Por eso el islam choca con el capitalismo salvaje y el mercantilismo que, como en tiempos del Profeta, no respetan los antiguos ideales. Sin embargo, no ha sabido plantear una alternativa en los últimos siglos.

Me quedo con una reflexión de Juan José Tamayo que recoge lo que siento tras estas lecturas: “Falta por dar un nuevo paso, muy necesario, a mi juicio, en tiempos de interculturalidad, diálogo interreligioso e interespiritualidad: el reconocimiento de Muhammad como profeta para los cristianos”. Las tres religiones abrahámicas se suceden en el tiempo, y los cristianos quedamos en medio, por lo cual parece que nos perdemos la última de ellas. Esa idea es muy superficial; si el islam hubiera sido revelado antes, seguramente Mahoma ocuparía un lugar en nuestro culto junto con Isaías o Salomón. No propongo recortar las religiones hasta reducirlas a lo mismo, cada una debe tener su identidad, pero igual que no pensamos que un judío se equivoque al leer la Torah, tampoco debemos tener por falso a un musulmán que crea en el Corán. Mahoma tiene mucho que enseñar a los cristianos, si nos atrevemos siquiera a escucharlo. Su mensaje sólo puede enriquecer nuestras creencias. No me cabe duda que Mahoma fue un ser excepcional, tocado por Dios y lleno del Espíritu. Basta reconocer esto.

Mahoma, biografía del profeta, de Karen Armstrong. Tusquets 2005.

El secreto de Muhammad, de Abdelmumin Aya. Kairós 2006.

Islam: cultura, religión y política, de Juan José Tamayo. Trotta 2009.


Comentarios

Matriarcal ha dicho que…
Lo he leído con mucho interés. Gracias Hiniare.
hiniare ha dicho que…
Un placer volver a verte por aquí
h.